sábado, 22 de junio de 2013

El halcón Maltés (1941), de John Huston.

Labios rasgados sosteniendo un tabaco de costado, humedecidos con regularidad por alguna bebida espirituosa. Sombrero gacho inclinado. Mirada dura. Sonrisa sardónica. Colérico e indócil. Paradigma del antihéroe, Humphrey Bogart nació para interpretar a Sam Spade.

John Huston pensó en George Raft para el papel del detective, rol protagónico de su primera película: The maltes falcon. Raft se negó a trabajar con un director novato y Huston fue a por su segunda opción. 

Humphrey era un actor de teatro que comenzaba a hacerse un nombre en la industria cinematográfica luego de su papel en El bosque petrificado, película de 1936 en la que interpretó a Duke Mantee, un peligroso gunster a quien Bogart ya había representado en Broadway de manera brillante. 

A diferencia de Raft, a Bogart no pareció importarle demasiado la inexperiencia del director.

Me permito fantasear imaginando aquel encuentro. 

Estamos en el despacho del productor Hal B. Wallis en algún rincón de la gigantesca Warner Bros. En la sala se ha formado un triángulo con tres sillones oficiando de vértices. En uno Wallis, en otro Huston. En la punta de la flecha Humphrey Bogart. Su sombrero inclinado, su cara de piedra. Fuma mientras revuelve su vaso de café con cognac. Director y productor argumentan nerviosos, intentan convencerlo de que será una gran película. El actor presta poca atención. Regresa de golpe de su aparente ausencia, cortando el torrente de palabras de sus interlocutores con una carcajada maliciosa. De un trago bebe lo que le queda en el vaso, clava su mirada en los temblorosos ojos de Hal y pregunta sin rodeos ¿Cuánto dinero hay? En este momento Wallis y Huston escuchan por primera vez la voz de Sam Spade. Cerrado el trato Bogart se despide abandonando el despacho con una sonrisa endemoniada. ¿Cómo es que ésta no fue nuestra primera opción?, piensan los hombres que aún permanecen sentados cada uno en su respectivo sillón.


Huston trató de ceñirse lo más posible a los diálogos y situaciones de la novela, tarea para nada sencilla. Por más que se mantiene bastante fiel a la historia original, varían algunos aspectos importantes a nivel narrativo. Por ejemplo, cuando Brigid visita el despacho de Spade en la película es el propio Archer, sin que la mujer lo pida, quien se ofrece a ocuparse él mismo del caso. En el libro, por el contrario, Brigid  pide expresamente que uno de los dos detectives se encargue personalmente del trabajo. Éste es un detalle importante, constituye uno de los argumentos más fuerte que Spade menciona en el final al acusar a Brigid del asesinato de su socio. 


De todas maneras cuando se trata de adaptaciones, son aquellos que han leído el libro quienes se quejan y patalean por esta clase de cosas, donde el público que sólo ha visto la película parece no advertir falencia alguna.

Desde lo visual, las atmósferas creadas con los claros oscuros, los ambientes espesos, el aire viciado por humo de tabaco, la vista de San Francisco desde las ventanas del despacho del detective, la tipografía del letrero que reza Spade and Adler apareciendo invertida desde el escritorio de Sam, cada detalle del arte y la composición, enriquece la historia y retrata la esencia de lo escrito por Hummett.

Mientras su carrera comenzaba a declinar, George Raft veía arrepentido como The maltes falcon de Jhon Huston, estrenada en 1941, se convertía en un clásico de la cinematografía estadounidense y en obra génesis del cine negro.




Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago.

Los por qué son inatrapables. Cuando parece que estamos a punto de abrazarlas, las verdades se escurren por entre nuestros brazos y de la aparente respuesta inicial descubrimos una pregunta aún mayor. 

Sabiendo que era imposible, comenzó de todos modos a escribir para tratar de entender el mundo. A sus ochenta y siete años, José Saramago reconoció que nunca logró aquel utópico objetivo. Sin embargo, como un doctor parado frente a una extraña enfermedad de la cual no conoce con precisión las causas, pudo sí dar un diagnóstico exacto de la actualidad, describiendo los síntomas que padecemos como sociedad valiéndose de alegorías fantásticas. 

Tras la insistencia del director brasileño Fernando Meirelles, el escritor luso cedió finalmente a otorgar los derechos para la primera adaptación cinematográfica de una de sus obras: Ensayo sobre la ceguera. El resultado fue Blindness, un drama de ciencia ficción protagonizado por Julianne Moore. 

La película mantiene esa perturbadora violencia que brota del Hombre al enfrentarse ante situaciones límites, aspecto intrínseco de la bajeza humana que forma parte de la esencia del libro. Pero como era de esperar, la versión de Meirelles no le llega ni a los talones al texto original. 

Todo transcurre en una ciudad cuya identidad jamás es revelada, podría tratarse de Montevideo, Lisboa o Nueva York. Tampoco sabemos como se llaman los personajes, su construcción psicológica es tan rica que sobra saber sus nombres.

Saramago fue un maestro destruyendo las estructuras narrativas clásicas. Literato, conocedor profundo de su lengua, se divirtió rompiendo todas y cada una de las reglas y consejos que suelen brindar a los alumnos los profesores de literatura. 

Párrafos casi infinitos. Subordinada tras subordinada los enunciados se vuelven largas hileras de caracteres consecutivos, filas de hormigas que demoran en llegar al punto final. Diálogos insertos en una oración sin comillas que los aíslen, sin aclararnos quién habla, empezando con mayúsculas después de una coma. 

Como en las Intermitencias de la muerte (donde de un día para el otro la parca decide dejar de trabajar) o en Ensayo sobre la lucidez (donde el 90% de los ciudadanos de una capital optan por votar en blanco poniendo en jaque al oficialismo y los demás partidos políticos), en Ensayo sobre la ceguera, una situación extraordinaria sirve de punto de partida para escudriñar en las profundidades del espíritu humano, exponiendo a la luz su lado más oscuro como también sus aspectos más nobles y sus mejores virtudes. 

Dueño de un pesimismo raro, Saramago agita las conciencias mostrándonos al mismo tiempo lo cerca que estamos del apocalipsis y de la salvación, caminando ciegos por una delgada línea divisoria. 



viernes, 14 de junio de 2013

LA NIÑA ONIRONAUTA

4 de julio de 1862. Charles Lutwidge Dodgson navega por el Tamésis acompañado por su amigo Robinson Duckworth y las tres hermanas Liddell: Lorina, Edith y Alice. Fue allí donde Dodgson, con la espontaneidad de un versolari, comenzó a narrar para las niñas una historia improvisada: Las aventuras subterráneas de Alicia. 

Soñando en la lucidez de la vigilia, de paseo por el río nace una niña onironauta, que al visitar un mundo disparatado donde el tiempo es difuso y los espacios se transforman con solo mover la vista atrás, enfrenta con valentía cada desafío impulsada sobre todo por su infinita curiosidad. Las preguntas están aunque parezcan sobrar. Todo alrededor se ha vuelto muy extraño pero Alicia acepta y actúa. Llora cuando quiere llorar, prueba ésto y aquello, ríe, se enoja, corre, salta,  se encoje, crece y se vuelve a achicar. 

"Sr. Dudgson, me gustaría que escribiera las aventuras de Alicia para mí." Prestó juramento a la niña (musa inspiradora de lo que sería tiempo después su obra maestra) y se obligó a sí mismo a escribir la historia tal cual la recordaba. 

No podemos hablar de escritura automática si sabemos que el autor (bajo el seudónimo de Lewis Carroll) escribió desde el recuerdo, acción en la cual debió intervenir necesariamente su pensar. De todas formas, en su gestación, la historia nació de la improvisación. Aquí radica su extraordinaria naturaleza, la espontaneidad con que fue concebida primeramente Alicia en el país de las maravillas es lo que le otorga al relato su exquisita fluidez. 

Carrol viajó en el tiempo a 1924 y sentado en su escritorio, antes de ponerse a escribir, dedicó un buen rato a leer el manifiesto surrealista de André Breton con especial atención. Una vez revisado el documento, se dispuso a liberar su imaginación de todo convencionalismo utilitario. ¿Traicionó sobre el final dicho manifiesto al caer en un deus ex machina para justificar la existencia de aquel maravilloso país con el antiguo En verdad fue todo un sueño? Ésto no tiene importancia, como tampoco la tiene revelar el final de una historia que es extremadamente rica y original en su desarrollo, en el cual, como dijimos, no hay el menor interés en preguntarse los por qué. Las cosas pasan, punto, siéntese, relájese y déjese llevar.

Comparar un libro con su adaptación cinematográfica es siempre tarea funesta. El amor por un medio o el otro, por una u otra versión, nubla la vista, marea, nos lleva a inclinar la balanza sin objetividad. Las historias cambian por una necesidad clara, los ritmos narrativos son muy diferentes del libro al cine. El autor de una película tiene la atención del espectador por un lapso de tiempo reducido. El escritor, por el contrario, acompaña con su obra al lector de la librería hasta su casa, de su estar a su habitación, de su barrio a la playa.

En el clásico de Disney de 1941, Alicia en el país de las maravillas es adaptada de manera brillante. Es cierto, cambian diálogos, situaciones y personajes. Se pierde la complicidad que Carroll genera al dirigirse permanentemente al lector como si todos fuésemos unos niños, que sentados sobre nuestras piernas, escuchamos sus historias con atención. 

De todas formas ambas versiones cargan el mismo espíritu. Las situaciones disparatadas, la transformación permanente de los espacios, todos los aspectos fantásticos del cuento, se ven enriquecidos por la animación y los colores. En cuanto al guión, se respeta (incluso en su traducción al español) el permanente juego con las palabras del cual Carroll se abraza para generar constantes malentendidos, puntos de partida para el drama y el humor.

Niños, onironautas, psiconautas y surrealistas, adultos perdidos que desean recuperar su capacidad de imaginar sin límites racionales: están todos invitados a tomar el té de Alicia en el país de las maravillas.